por la compañía "El Altillo", también salteña. Te envío un trabajo sobre la heroína, que escribí después de leer la biografía que de ella hizo O´Donnell y un cuentito donde también te encontrarás con lugares cercanos a la casa de tu abuela y luego de tu tía. Próximamente, te enviaré un trabajo sobre mi cuñado, hermano de Nora, amigos desde los quince años y ligados por la amistad, el parentesco y los gustos comunes por la Literatura y la Música durante más de cincuenta años. Vivía en Malabia, más cerca de Santa Fe que de Güemes, en la manzana del cine Gran Norte, así que algunos de nuestros entrañables familiares eran vecinos de barrio. Lo que yo te envío, podés publicarlo según tu gusto, no necesitás autorización. Un gran abrazo y saludos de Nora.
JUANA AZURDUY UNA MUJER EN ARMAS
Alberto Feldman
Alberto Feldman
Es un hecho afortunado poder contar hoy con los trabajos de los autores que revisan la Historia Argentina. Desde José María Rosa a Felipe Pigna, pasando por Pacho O’Donnell, por mencionar sólo los pocos que conozco y de los cuales he leído o visto por televisión o por Internet alguna cosa.
Me parece que despiertan un afán por conocer la verdad.
Para algunos, como pasa muchas veces con aspectos de la vida personal, es mejor dejar las cosas como están y no revolver mucho para no tener que cambiar lo que durante tanto tiempo se creyó correcto o verdadero.
Para otros, embarcados del mismo lado, pero esgrimiendo otro motivo, este nuevo enfoque es acusado de “cholulismo” pensando, con buenas razones para ello, en el mal olor por el abuso que se hace muchas veces de la difusión de los hechos privados de nuestros próceres, cuando lo que nos interesa son sus acciones públicas.
No sería tan malo que nos hayan enseñado desde la escuela primaria una Historia edulcorada, apta para la comprensión de los niños, si no fuera que ya adultos, interesadamente se pretende que sigamos creyendo en lo mismo. Por suerte algunos autores lo ponen en duda y es posible que muchas veces encuentren la verdad, que, como dice Serrat, no es buena ni mala, lo que pasa es que no tiene remedio.
Tratando de conectarme con la gesta de la Independencia, leí la biografía de Juana Azurduy de O´Donnell.
Creo que no exagero si la comparo con Juana de Arco. Junto con su marido, Manuel Padilla, jugó su destino a la causa de nuestra Independencia luchando durante años en el Alto Perú, perdiendo su esposo y cuatro de sus hijos en los avatares de la guerra.
Terminó en la miseria después de una vida heroica, apreciada por Belgrano, que hizo que Buenos Aires le concediera el grado de Teniente coronel y él mismo le regaló su propia espada, admirado por su valor.
Bartolomé Mitre, que no es precisamente un simpatizante del interior, dice de ella en su Historia de Belgrano: “ Doña Juana era adorada por los naturales como la imagen de la Virgen…” y como la Pachamama también, porque los cholos y los indios que dejaban sus vidas al servicio de patrones despiadados se enrolaban en la lucha por la promesa de que la victoria sobre los realistas les haría volver a ser dueños de sus vidas y de sus tierras, como en el tiempo del Collasuyo, el Imperio Inca.
Tal vez esta perspectiva, como la promesa de Güemes a los suyos, de que su participación en la lucha sería premiada con un pedazo de tierra, era tan temida por los privilegiados locales y por Buenos Aires, que trató de ocultar todo lo que pudo la acción de los que defendieron el Norte. Y no sólo ocultar, también escatimar los recursos necesarios, como si no quisieran el éxito de los patriotas locales. El historiador partiendo del hecho de la advertencia a Belgrano para que vuelva a izar la bandera rojo y gualda, sindica a Rivadavia como cómplice de la actitud de Inglaterra, que apoyaba a los gobiernos revolucionarios de América del Sud, siempre que no adoptaran medidas tan independentistas que afectaran su hipócrita política de relaciones con España, para obtener mayores facilidades en sus colonias. (todavía no estaban claros los resultados de la lucha, entonces jugaban a dos puntas, por medio de sus diplomáticos y los cómplices locales) Pocos saben hoy en Buenos Aires quienes eran Alvarez Prado, Arias, Padilla, los curas Polanco y Muñecas o los caciques Cumbay o Hualparrimachi, este último descendiente de los incas, músico, poeta, y lugarteniente de Juana, y qué significó la Guerra de las Republiquetas, fuerzas irregulares conteniendo a los realistas ante la retirada del Ejército Auxiliar del Norte, y dando así tiempo a San Martín para preparar el cruce de los Andes, una vez comprobado que llegar a Lima por mar después de libertar a Chile, con toda la dificultad que entrañaba, era más sencillo que llegar por tierra a través del Alto Perú. Para dar una idea de la intensidad de la guerra de las Republiquetas, en la que intervinieron Juana Azurduy y Manuel Padilla al mando de seis mil indios, baste decir que sobre ciento cuatro jefes de montoneras, formadas principalmente por indios y cholos, sobrevivieron sólo nueve. Gracias a Pacho O´Donnell me he enterado cual era el significado de la palabra Republiquetas, el nombre de una calle siempre cercana al barrio donde viví casi setenta años. Alguien podría decir que podía haber preguntado, y tendría razón. Ahora ya no importa, la calle desde hace unos años se llama Crisólogo Larralde, un político radical fallecido en 1962.
Así se escribe la Historia. Así se olvida la Historia.
Bibliografía: “Juana Azurduy, la Teniente Coronela” Pacho O´Donnell Editorial Planeta
Alberto Feldman
15 de agosto de 2008
LA MANO DEL CIRUJANO (O EL CIRUJANO DE LAS MANOS)
Nunca olvidaré la primera pesadilla que tuve. No tenía más de tres años en ese momento y me persiguió durante muchos años. Hoy la recuerdo con una sonrisa, pero me causó mucho sufrimiento.
Seguramente fue provocada por un relato de mi padre en la sobremesa, acerca de un accidente ocurrido en la carpintería donde trabajaba, cosa bastante frecuente en aquella época por la falta de cumplimiento de normas de seguridad industrial. Esa misma noche desperté llorando, bañado en sudor y sintiendo con desesperación los latidos en mis brazos sin manos.
Una sierra circular las había seccionado a la altura de las muñecas. El terror me paralizó y en la oscuridad, ya despierto, seguía clamando por mis manos. No sentía dolor, lo terrible era la sensación de impotencia, de indefensión, de desamparo y esos latidos martillando en mis muñones sangrantes.
Cada vez que evocaba esta pesadilla de la más tierna infancia, me estremecía, volvía a revivir el angustioso episodio y deseaba ardientemente volver a olvidar, pero se repetía en forma cíclica.
A los siete años aprendí a viajar hasta la casa de mi abuela, donde iba todos los domingos y disfrutaba del viaje hasta el Once desde Núñez en los pequeños colectivos de la época.
Hasta la parada me acompañaba alguno de mis padres que le recomendaba al chofer que me avisara en Plaza Once (igual no me podía pasar, allí terminaba el recorrido).
Era mi divertido paseo de todos los domingos. Subía en Cabildo y Juana Azurduy y por la ventanilla iban desfilando la concurrida esquina de Cabildo y Juramento, el desvío por Dorrego hacia Luis María Campos, la estatua del negro Falucho en la plazoleta triangular frente al Regimiento, Pacífico y Plaza Italia con su multitud de chicos que llenaban el Zoológico, el Botánico y la Rural y luego el largo tramo de la comercial y llamativa avenida Santa Fe, hasta que doblaba en Pueyrredón hacia el Once.
Pero a las pocas cuadras, me encontraba con mi vieja pesadilla: En Pueyrredón entre Viamonte y Tucumán, un edificio de mármol negro lucía en grandes letras doradas “Clínica Albanese, Cirugía de la mano” que con mis miedos y mi ignorancia se me representaba como si fuera un centro de torturas.
Era más fuerte que yo esta asociación de ideas que me llevaba siempre al mismo recuerdo.
No sólo seguí viajando por años a casa de mi abuela y pasando por la para mí terrible y sangrienta clínica sino que el Colegio secundario al que concurrí, el Colegio Nacional Manuel Belgrano estaba a escasas dos cuadras de allí y tanto al llegar como al volver debía bajar o subir al colectivo frente al negro edificio.
Comencé a estudiar Medicina y a medida que se acercaba el primer examen, el de Anatomía, iba aumentando mi angustia; los exámenes me aterrorizaban desde la secundaria y en esa época se estudiaba el cuerpo humano por un clásico: los gigantescos cuatro tomos de Testut. No alcanzarían tres años para aprehenderlos.
Y así llegó el horrible día del examen. Los alumnos dando un último repaso a los temas más flojos, sentados en las escaleras, esperando durante horas que los llamaran, todos con rostros pálidos demudados, musitando los temas como una oración y algunos rezando realmente.
Se abrió la puerta y un ayudante dijo mi nombre. Entré con la misma sensación de enfrentar en el próximo instante al pelotón de fusilamiento. - ¡Diríjase a la mesa de la derecha, le va a tomar el examen práctico el Profesor Albanese!...Sentí los impactos en medio del pecho: Yo ya sabía que Albanese era un famoso cirujano y profesor adjunto a la cátedra; pero nunca lo había visto y yo era un pobre novato de primer año dando su primer examen de la peor materia de toda la carrera y con una vieja pesadilla que condicionaría seguramente mi futuro.
Me acerqué lentamente. El profesor, de físico menudo y mirada penetrante me semblanteó y adivinó lo qué pasaba por mi alma (yo esperaba ahora el tiro de gracia).
El lo adivinó y me dijo – “¡Quédese tranquilo, que no le voy a cortar las manos!”, y puso la suya en mi hombro en un gesto de protección que mantuvo durante todo el tiempo que duró el examen.
Con el influjo bienhechor de aquella cálida mano en mi hombro, fui nombrando correctamente los nervios, vasos y músculos de las piezas anatómicas que él me señalaba y aprobé el examen.
¡Cómo puedo yo contar la serenidad que me trasmitió esa mano!.. A aquel hermoso ser al cual yo asociaba con una pesadilla, hoy le estoy agradecido por su enseñanza.
No terminé los estudios, tampoco recuerdo la dichosa Anatomía, pero nunca olvidé la importancia de una actitud amable en una circunstancia difícil.
Un buen escritor expresa grandes cosas con pequeñas palabras; a la inversa del mal escritor, que dice cosas insignificantes con palabras grandiosas.
ResponderEliminar[Ernesto Sábato]
¡¡Un afectuoso saludo a un gran escritor en su día!!