Cupido vino de Galicia
Alberto Feldman Reg. N° 832.741
Hoy lunes, gran sorpresa para todo el mundo: Carina y Andrés entraron a la oficina tomados de la mano y mirándose a los ojos.
Por el momento no sabemos si fue un hecho casual o deliberado que don Antonio convocara a sus dos empleados preferidos el sábado por la tarde para adelantar trabajo atrasado.
Cuesta imaginar a Cupido metido en el grueso y peludo cuerpo de este anciano que aparenta severidad, aunque un aire bonachón sonría siempre desde sus ojos.
Natural de Galicia, desembarcó en Buenos Aires a fines de los años cuarenta, ”con una mano atrás y otra adelante”, como se dice comúnmente, y vaya uno a saber de donde sacó tantas manos como para trabajar de lavacopas, chofer de taxi, albañil, hacerse su casita y formar una familia, todo al mismo tiempo.
Ahora, su vejez lo encuentra como un cómodo empresario, dueño de una exitosa empresa que administra propiedades.
Cuando pasada la cincuentena perdió a su compañera de toda la vida y sus hijos se independizaron, su tesón y su inteligencia natural, más el consejo de sus amigos lo llevaron a tomar un sencillo curso de contabilidad, en principio sólo “para probar”, tener la mente ocupada y combatir así la depresión.
Fue el primer sorprendido por los resultados. Comenzó a hacer cursos de administración y computación y fundó una pequeña empresa que fue creciendo rápidamente en poco tiempo gracias a su esfuerzo y a la confianza que generó entre sus clientes por su honradez, su eficiencia y su trato cordial.
Simultáneamente, desarrolló desde entonces una pasión “famélica” por la Literatura. Se interesa por todos los temas y disfruta de la lectura como de una golosina largamente esperada.
Tiene por costumbre, después de haber sido fuertemente impresionado por un texto de Pablo Neruda, llamado “La palabra”, de escribir en la pared más despejada de la oficina, a última hora de los viernes, bien visible para sus veinte empleados, frases, poesías o consejos que estima que pueden, por su belleza o su utilidad, beneficiar a sus colaboradores como lo hacen con él mismo.
Esta semana escribió con letras más grandes que lo habitual, con grueso marcador verde flúo, una larga frase de autor anónimo que lo deslumbró y que presiente será de gran utilidad para dos de sus colaboradores, a los que tiene una particular estima. Siempre se rodeó de empleados de absoluta confianza, a los que trata como si fueran de la familia y tiene buen ojo para evaluarlos y elegirlos. Él sabe de qué trata la cosa.
Las dos computadoras están encendidas, pero sólo una deja escuchar por sus parlantes la voz de Edith Piaf cantando “Himno al amor” Al lado de cada máquina, las bandejas están llenas de planillas vomitadas por las impresoras, fruto de tres horas de trabajo de cálculo.
Bailando, Carina , la secretaria de don Antonio, treinta y cinco años, dos hijos, bella y tierna, dañada por diez años de violencia doméstica, y Andrés, el contador de la firma, divorciado de cuarenta, sin hijos, con una historia colmada de éxitos profesionales y fracasos afectivos.
Años de mirarse, escondiéndose detrás de las computadoras para no ser vistos por el otro, años de temblorosos besos en la mejilla, sólo en reuniones impersonales y en las despedidas de fin de año. Los dos pensaban lo mismo:
---“¿Para qué?, igual no va a resultar…”.
Pero don Antonio pensaba diferente. Los había observado largo tiempo y los quiere, y los quiere juntos.
Los cuerpos desnudos bailan estrechamente abrazados, girando fundidos uno en el otro como una estatua sin terminar, tropezando suavemente con las ropas y los zapatos desparramados sobre la alfombra, entre los escritorios, ojos cerrados para no ver el pasado y bocas sonrientes prometiendo futuro.
Se visten con dificultad al no poder separar sus labios ni sus manos, y al apagar las luces para irse, se ven sorprendidos por la fluorescencia titilante de unas grandes letras que desde la pared les dicen:
“Trabaja como si no necesitaras el dinero, ama como si nunca te hubieran herido, baila como si nadie te estuviese mirando”
En su casa, don Antonio se despierta de su siesta de los sábados, mira la hora, se frota las manos y sonríe con picardía.
Postales de España (VIII)
Ellos estaban en la luna de Valencia
Alberto Feldman Reg.N° 817.089
Hace tiempo, cuando la gente tenía mejores modos y más paciencia, hasta los calificativos para quienes estaban escasos de luces, momentánea o permanentemente, eran más dulces. Daba gusto oír palabras como badulaque, chichipío, tonto de capirote, abombado o paparulo.
Más tarde, al ingresar los comestibles al citado vocabulario, la víctima devino papafrita, zapallo o salame de cuarta. Pero el idioma siguió cambiando y ahora, gracias a la computación, al pobre tipo que no sabe donde está parado o que se distrae por un momento, le dicen: ¿te tildaste, nabo?… o ¿se te cayó el sistema?…. y si sos un poco viejo, te miran fijo y te preguntan directamente si te llega el agua al tanque.
Cuando yo era chico, era muy común preguntarle a los distraídos si estaban en la Luna, más precisamente, en la Luna de Valencia.
Esa frase, venía acompañada por la asociación, al menos para mí, con un penetrante aroma a azahares y a naranjas (no a cualquier naranja, sino a unas muy dulces, de tamaño mediano, ovoides, de piel tersa y color parejo, casi dorado), que a veces llegaban a Buenos Aires. Eran de Valencia, como esa luna ignorada por mí.
Tuvieron que pasar muchos años para que se me despertara el interés por conocer el origen de esa frase, frase que hoy es mucho menos usada que entonces, incluso en España.
En la oscuridad creciente y silenciosa, alterada solo por algún ladrido lejano, los pasos soñolientos de los últimos transeúntes resuenan apagados en las callejuelas empedradas, mezclados con el fuerte retumbar de las botas claveteadas de los soldados de la última guardia diurna, que proceden a cerrar las puertas de la ciudad.
Primero las de Serrano, después las de Quart. Los hombres del reino de Aragón, libertadores de la ciudad, continúan en el recinto amurallado el mismo ritual defensivo que los derrotados musulmanes cumplían en las puertas de sus propias murallas, que ahora quedaron por dentro de las cristianas y que sirven de pared regalada para las casas nuevas:
Al anochecer, la seguridad impone cerrar las puertas de la ciudad y nadie entrará hasta la mañana siguiente. El que se demore, se quedará en la luna de Valencia, es decir, a la intemperie y fuera de la protección de los muros, pero si tiene suerte y buen dormir, su sueño será velado por la magnífica luna color naranja del Mediterráneo.
Aldana la labriega y Abdel el mozo de mulas, hoy no llegarán a tiempo. En el campo desde el amanecer, se miran con ardor hasta la media tarde, mientras los segadores cortan las espigas, atan las gavillas y las cargan en el carro que la mula arrastra de memoria una y otra vez hasta el molino, mientras Abdel, con las riendas flojas en la mano, tiene el cogote duro de mirar hacia atrás, hipnotizado por la nuca, los rizos dorados y las ancas de su muchacha.
Ahora cae la tarde y los campesinos caminan alegremente de regreso a la ciudad escondida en el rocío.
Los adolescentes enamorados se van retrasando hasta que el bullicioso grupo desaparece de la vista.
Cuando quedan solos se abrazan con pasión. No hay frenos ni límites. Juntan sus cuerpos salvajemente Nunca podrán contar con otra cosa que con este tiempo mezquino. Sus familias no aceptarán nunca su unión. Los padres de Aldana no creen en la sinceridad de la conversión de la familia de Abdel. Algo de razón tienen, los conversos musulmanes, cuando nadie los mira, dirigen sus oraciones y sus miradas a La Meca.
Los moros no pueden olvidar el aciago día del año 1328 en que las huestes de Jaime de Aragón entraron en Valencia y rompieron la calma como una piedra rompe un espejo. Ahora sólo les queda soñar con Granada, la última perla árabe.
En el barrio judío es lo mismo. En el interior de sus casas los conversos vuelven a ser judíos.
Igual que las espigadoras, los señores de la Inquisición pronto cantarán ¡Ay, ay, ay, ay, qué trabajo nos manda el Señor…! Y rimando lo imposible, recitarán como los Cruzados “A Dios rogando y con el mazo dando”.
.Por encima del árbol que cobija a la pareja, la luna espera. Ya sabe que antes del amanecer tendrá que guiar a los amantes desesperados, que ya no tienen casa ni familia, hacia el camino de Granada. Irán tomados de la mano, tropezando de tanto mirarse a los ojos. Llevarán en su flaco morral sólo unos mendrugos secos y unas naranjas, pero se tienen el uno al otro.
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