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Esta historia me fue contada hace algunos años por un policía de apellido Giménez, quien revistó siempre en la zona anteña, por los pueblos de El Quebrachal y Nuestra Señora de Talavera. Después la escuché de boca de un anciano residente en San Roque, cuando lo visité en una oportunidad que transitaba por las polvorientas orillas de esa larga y enjuta vena abierta que hace de límite entre Santiago del Estero y Salta y que los escasos lugareños llamaron Canal de Dios, cuando andaba a bordo de una destartalada camioneta Ford F-100, modelo ’61, que me había prestado “Kelo” Maldonado en circunstancias de encontrarme en calidad de jefe de un lejano y olvidado destacamento policial. Ambos relatos eran coincidentes, tanto por el lugar donde ocurrieron los hechos como por las circunstancias del mismo. El nombre del protagonista, sinceramente no puedo recordarlo y, en caso de hacerlo, no juzgo conveniente mencionarlo a fines de no involucrar a sus familiares, a quienes desconozco, pero entiendo que deben gozar del derecho de la tranquilidad pública. Aunque, por las connotaciones del caso, puedo prever que los comentarios habrán recorrido como una tenue brisa por los arenales del bajo monte de ese rincón remoto de la provincia de Salta.
Para esbozar lo más fielmente la realidad, hubiera sido sensato buscar los antecedentes en los archivos del destacamento policial en cuya jurisdicción trascendieron las novedades; pero quise ser respetuoso por los motivos expuestos y, a pesar de que mi espíritu de narrador me exige la subjetividad creativa, trataré de narrar lo acontecido tal cual me fue relatado oralmente, evitando todo condimento imaginativo...
El puesto Santo Domingo es actualmente casi desconocido por muchos pobladores de la zona. Se reduce a unos cuantos horcones que sobresalen en un claro del monte a orillas de la senda casi perdida que une el paraje El Vencido con la localidad de Talavera. En otras épocas, residía allí una familia que se dedicaba a la cría de ganado vacuno, el que se esparcía oculto en la agreste naturaleza y bajaba solamente al mediodía en busca de agua, la que a veces había que baldearla de los pozos. Esta costumbre permitía al propietario contabilizar las cabezas y controlar las pérdidas o las ganancias, según el número de cabezas que asistía diariamente a los corrales. Esta vida era muy sacrificada y dura, cosa que no le gustaba al mayor de los hijos del puestero, quien había esperado ansiosamente llegar a la edad adulta para irse a la ciudad en busca de un mejor porvenir. Por su parte, al padre no le gustaba nada esa idea que su hijo había ido amasando desde niño. El quería que el chango crezca fuerte y sano para tener dos brazos hábiles que le puedan ayudar hachando árboles, quemando el carbón o baldeando el agua para los animales. Su madre, en cambio, no decía nada. Se metía en el rancho para ocultar el llanto que le consumía el alma.
Los años, implacablemente pasaron y así llegó al fin el día de la partida. El muchacho comenzó sacando su bolso y luego buscó el sombrero. Miró hacia donde se encontraba su padre, cortando nerviosamente unos tientos de cuero reseco para arreglar el catre. Quiso despedirse, pero sabía perfectamente los códigos de la casa. Su padre no quería despedirlo. Con besos lagrimosos de su madre, el joven puso el bolso sobre la zorra y en un silencioso adiós, se fue de Santo Domingo sin mirar atrás.
El tiempo, que no conoce de descansos, fue pasando lentamente. Los años se sucedían y cuando el monte reverdecía por enésima vez, recibieron la carta de un comerciante que venía del pueblo cada tanto. Habían esperado a quedar solos nuevamente y, sin que ninguno se ponga de acuerdo, se encontraron reunidos alrededor de las brasas, bajo las titilantes luces de los mecheros. Escuchaban atentos a la más chica que deletreaba los escasos renglones de la misiva. ¡El hijo regresaba al hogar! Había triunfado en la ciudad y hasta incluso ¡se había comprado un automóvil! Aun no se había casado y no aclaraba en que trabajaba, pero ganaba el dinero suficiente para vivir bien. Tampoco decía si se venía a quedar o solo lo hacía de visita. Todos se pusieron contentos. Los resquemores de su partida habían quedado sepultados bajos los angustiosos días de su espera. Y ahora regresaba...
Al alba comenzaron los preparativos. El padre, subido en el techo, apisonaba los sunchos cubiertos de tierra. La madre, ayudada por las chinitas, había sacado hasta el viejo ropero para hacerlo asolear. La alegría los había contagiado. Volvían a ser felices de nuevo. Y como un ruego, cada uno repetía para sus adentros:
-¡Ojala que venga a quedarse...!
El Renault 6 apareció tapado de tierra. Se acercaba temeroso y a los barquinazos. Los de la casa ya lo habían sentido pasar por los madrejones, mucho antes de que asome su trompa por entre los algarrobos que dan al corral, espantando al machito y haciendo torear, como nunca antes, a los caschis que se desesperaban por morder las cubiertas que levantaban una espesa nube de polvo. Los abrazos se mezclaron con los llantos y los llantos con los besos. El humo del asado subía hasta el cielo, mientras las damajuanas esperaban bajo la tinaja, tapadas con una arpillera húmeda para conservar su frescura al momento de los brindis. La puerta trasera del coche fue abierta en un momento y los regalos comenzaron a repartirse. Esta inmensa alegría, no les permitió reparar en la caja de cartón que el hijo trasladó con cuidado hasta la pieza, poniéndola debajo de la cama. Entre coplas y alcohol, padre e hijo amanecieron dormidos sobre la mesa. El primero, con la alegría del hijo que ha vuelto; el segundo, con una pena que aun no se adivinaba…
La primera en darse cuenta de que algo andaba mal, fue la madre. Quien hacía varias noches que venía notando la luz del mechero encendida en la pieza del hijo. Al principio no le dio importancia, pensaba que era una costumbre adquirida en la ciudad. No hizo comentarios al respecto, pero la duda la asaltaba cada día que pasaba. Aparte, lo notaba raro a su hijo: más flaco, más ojeroso, más despreocupado en su vestimenta y lo más curioso era que no había hecho andar su automóvil desde que llegara a la casa. Ni siquiera para visitar a los vecinos, quienes se llegaban de vez en cuando para verlo al mozo. Aun no había dicho si se quedaba a vivir con ellos o si tenía que volver a la ciudad. A medida que los días pasaban, todos en la casa se dieron cuenta del cambio del joven. Los vecinos de los parajes cercanos que habían acertado en verlo, comentaban que lo había atacado una rara locura. La alegría de los primeros tiempos, se convirtió en una preocupación para los padres, quienes ya lo veían caminar hablando solo para el lado de la chacra, ajeno, perdido...
Al último, ya no salía de la pieza ni para comer. La preocupación de los padres hizo que llamen al enfermero, quien le tomó la presión y la temperatura, encontrando todo normal; pero por el semblante que tenía el paciente, recomendó que lo trasladen al pueblo para que lo examine un médico. No hubo caso, el hijo no quería salir de la habitación. Se quejaba, lloraba, gritaba desesperadamente hasta quedar desmayado. Una mañana su madre lo encontró todo rasguñado y con las ropas rotas, tirado en el patio de tierra. La médica de campo le recetó unos yuyos y les recomendó a los padres que pongan cruces en el rancho. Que era muy malo lo que estaba pasando. Asimismo, les había pedido que busquen por los alrededores, porque seguro que había algún mal enterrado cerca de la casa. Todo fue inútil. No encontraron nada.
Un día cualquiera cuando todos dormían la tristeza profunda de lo incomprensible y cuando no había despuntado el alba todavía, un desgarrado grito de terror despertó a los de la casa.
-¡Auxilio! ¡Auxilio! ¡Me lleva! ¡Me lleva! –gritaba el muchacho.
Su padre, sobresaltado, salió con su vieja escopeta del 28 y vio a su hijo correr para el monte, pasando frente al baño. Acomodándose las alpargatas, salió en su ayuda, pero no lo podía encontrar. Los gritos despertaban al monte y cuando el padre se orientaba, los gritos provenían ahora de otro lugar. Por momentos parecía alcanzarlo, aun sin verlo, pero el monte se cerraba en un terrible matorral de garabatos. Era increíble. Nacido y criado en ese lugar, pero todo le parecía desconocido. Las espinas de los vinales le habían abierto heridas en el cuerpo; los chaguares desgarraban sus pies y los garabatos le cerraban su camino; pero tenía que seguir tras los gritos aterradores de su hijo. Al mediodía ya se encontraban reunidos algunos vecinos para buscar al desgraciado que aun pedía auxilio agónicamente desde algún lugar del agresivo monte. El día fue infernal. Un grupo de hombres, había encontrado una zapatilla del infortunado, y otro, un pedazo de tela de su camisa que se había prendido a una brea. Todos comentaban lo mismo. Cuando ya se encontraban cerca del joven, el monte se cerraba densamente y era imposible llegar hasta el lugar. Eso si, nadie lo había visto. Solo lo habían escuchado gritar, cada vez más lejos, sin fuerzas, hasta que no lo escucharon más. Comentaron que al otro día la policía acudió al llamado de la familia y rastrearon toda la zona, sin resultado alguno.
Tiempo después. La madre encontró la caja de cartón debajo de la cama. La abrió con curiosidad y encontró los libros. Se los mostró a su marido y recién comprendieron lo que había pasado... Cuidaron de que el fuego consumiera todo. Incluso las tapas, que según se dice son forradas con piel de cristiano. Poco después, cargaron todas sus cosas y se marcharon del lugar. Nadie pudo decirme donde viven ahora. Pero lo que si sé, es que nadie se acercó jamás por ese lugar y cuando algún viajero acierta a pasar por las inmediaciones, se persigna y apura la marcha para alejarse lo más rápido posible.
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