sábado, 18 de diciembre de 2010

UNA EVOCACIÓN DE ALBERTO FELDMAN

El semáforo de Figueroa Alcorta y mariscal Castilla
(Donde un iceberg chocó con el Tango)
Alberto Feldman

En noviembre de 1964, hacía dos años que era chofer de la línea 67, (en aquel entonces 267). En su recorrido de veintitrés kilómetros desde Villa Martelli hacia el hospital Rawson, los coches pasaban rozando el Obelisco, por Cerrito, pegados a la avenida Nueve de Julio.

En aquella época de ocupación plena, los coches iban llenos hasta lo imposible casi todo el día, y corríamos como endemoniados para recuperar el horario, y ni hablar cuando nos bajaban la barrera de la estación Saavedra.

Por suerte, en Cabildo había en nuestro camino sólo dos semáforos, uno en Juramento y doce cuadras más adelante, otro en Federico Lacroze, pero los tramos más apropiados para tomar velocidad eran la avenida Sarmiento, después de la rotonda de Plaza Italia, pegándole duro al acelerador a lo largo del Jardín Zoológico y luego, después de doblar a la derecha en el monumento a Urquiza, la hermosa avenida Figueroa Alcorta, primero entre los verdes parques de Palermo, después entre los distinguidos edificios y residencias de Palermo Chico y por último, otra vez los parques entre el antiguo Canal Siete, la Facultad de Derecho y el Museo de Bellas Artes, hasta subir en la Recoleta para tomar la avenida Alvear rumbo al Centro.

Figueroa Alcorta era de doble mano, y como hoy, lo mismo que Libertador eran de tránsito muy rápido, mucho más entonces, cuando los semáforos escaseaban, ya que recién se estaban instalando los primeros.

Uno de éstos, si no el primero, fue colocado en la intersección de la citada avenida con mariscal Castilla, una cuadra hacia el Norte después del edificio del hoy Canal ATC.

Pero no estaba colgado de una columna a varios metros del suelo, como podríamos imaginar.

No, estaba montado sobre una base de cemento de la altura de un hombre, que a su vez descansaba sobre una especie de plataforma de concreto de unos dos metros de largo por unos cincuenta centímetros de ancho y veinte de alto, semejando un precario refugio para peatones.

Si recordamos que Figueroa Alcorta era de doble mano y de tránsito más que rápido, resulta fácil deducir que estábamos todos esperando una desgracia en cualquier momento.

Consultando el descolorido cuaderno donde lo había anotado el mismo jueves 26 de noviembre de 1964, volví a pasar en mi memoria por el trágico cruce, en dirección al Centro.

Recién comenzaba a despuntar el día. Ese jueves, a esa hora, estaba todo normal; el semáforo fatal hacía guiños burlones como siempre, desafiando a jugar a la “ruleta rusa” a los noctámbulos, a los dormidos, a los distraídos…y el “Varón del Tango” se dejó trampear.

Cuando pasé de regreso por el mismo lugar, una hora más tarde, Julio Sosa, a quien la velocidad no

le era ajena, había perdido. Ya lo habían llevado, seguramente muerto.

El deportivo DKW Fissore último modelo, estaba hecho bolsa, abrazado a la columna de cemento, que había resistido como si su función en ese lugar de miércoles fuera ser irrompible. Sólo el semáforo propiamente dicho demostraba su dolor arrancado de su base, colgado de sus cables

como un criminal ahorcado. Me acordé de mi viejo contándome la muerte de Gardel, que le había dolido como algo personal y sus palabras acerca de lo jóvenes que mueren algunos artistas.

Y, sí, algunos artistas desaparecen jóvenes, y eso duele..Pero de todas maneras, Julio, hacé de cuenta que no te fuiste; por suerte para nosotros, en tus escasos treinta y ocho pirulos nos dejaste mucho.

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