Este borrador lo escribí en la Capital Federal, una tarde de 3l de diciembre, cuando íbamos dejando el siglo XX para entrar al XXI. Por motivos familiares, nos trasladamos a la Ciudad de Buenos Aires, a festejar este cambio de siglo y nos instalamos en el barrio de Palermo Viejo. Llegó el 31 de diciembre y en un atardecer caliente comencé a caminar por esas callecitas de Buenos Aires, que tienen un no sé que.. (como dice el tango) y enfilé por Avenida Del Libertador hasta llegar a Sarmiento, frente al monumento a Los Españoles. Cansado de tanto andar, me senté en la pared que sostiene la verja del Zoológico y en esta improvisada platea me quedé pensando y tratando de hacer un resumen de lo que viví, de lo que pasó, y de lo que se iba con el siglo XX.
Mientras iba despidiendo el año, recordaba mi niñez en la escuela primaria, mi querida Escuela Urquiza de la ciudad de Salta, dibujando palotes en un cuaderno de cuadrícula inclinada, para continuar por la cuadrícula vertical, pasando luego por la doble raya, hasta llegar al vigente rayado. Con curvas y palotes fui armando mis primeras palabras, que no podían ser otras que Mamá y Papá, para continuar con ala, oso, mesa, tiza, casa, con letra de carta y con letra de imprenta, y con agudos alaridos en un coro de voces infantiles repetíamos las palabras escritas en el pizarrón y que la maestra nos indicaba con un puntero: ALA CON LETRA DE CARTA, ALA CON LETRA DE IMPRENTA, como deseando ser escuchados en todo el valle de Lerma. Con maíces, porotos o botones que llevábamos en una bolsita de fabricación casera y alternando con aquel contador de bolitas de colores, iniciábamos tareas contables para sumar y restar. Con el correr de los años, incorporamos las letras mayúsculas, letras góticas, números romanos y las manchas de tinta en las manos y el almidonado guardapolvo blanco, que con tanto esmero planchaban las madres, con aquella humeante plancha metálica alimentada con carbón. Aún la recuerdo a mi madre soplando de a ratos la plancha, para que no se apagaran las brasas y la veo humedeciendo uno de sus dedos para tener una idea de la temperatura de este artefacto, que en algunos hogares hoy es adorno. Dificulto que niños de mi generación, no se enchastraran en esta tarea escolar del uso de la lapicera con pluma metálica y el tinterito que tenía por soporte la caja de polvos que había usado la mamá y un “ponchito” de tela que le ponían a fin de que descargaran el exceso de tinta antes de escribir.
A pocos metros de “mi segundo hogar”, la escuela, estaba mi primer hogar, donde mi padre tenía su negocio, almacén y bar. Una esquina, que para la época, funcionaba como terminal de los ómnibus que iban a los pueblos vecinos. Por una circunstancia especial, aquel almacén tuvo clientes que les llamaríamos “vip”. En la década del 40 se filmaba una película que hasta el día de hoy es famosa, por muchos motivos, pero quiero recordar a sus actores que en horas de la mañana venían desde su alojamiento en un hotel céntrico, distante a una cuadra y casi siempre entraban en el negocio para hacer alguna comprita, y ante la curiosidad nuestra, mi padre nos comentó que esos señores estaban filmando una película que se llamó “La Guerra Gaucha”. Hoy tan solo recuerdo a Don Enrique Muiño, pero sus acompañantes eran nada más ni nada menos que Francisco Petrone, Sebastián Chiola, Angel Magaña y su director Lucas Demare. Pasaban por el boliche, porque enfrente estaba el Comando Militar y desde allí los transportaban a una finca cercana, donde filmaban. Otro cliente “vip”, quizás en aquellos años no sería tan famoso, fue Don Atahualpa Yupanqui, que en horas de la tarde entraba al negocio junto con su guitarra, para seguir rumbo a la única radio que tenía Salta, donde él actuaba.
Alternando las horas de clase con sus descansos y vacaciones, teníamos nuestros juegos de muy bajo costo que vale la pena recordar: la payana (con piedritas), el tilín campana, saltar a la soga, la escondida, el balero (de madera o con una latita de picadillo), el rango, las bolillas, el trompo, la cometa, la pelota de trapo, el auto de carrera fabricado con latas de aceite, las tapitas (con cajitas de fósforos y con las tapas de cartón encerado de las botellas de leche), larga es la lista. Poco a poco, fue llegando la industria del juguete: el tren eléctrico, el mecano, el manomóvil, los patines, el triciclo, la bicicleta, el monopatín, los soldaditos de plomo y aquella muñequita de trapo, de fabricación casera, con su ropita artesanal y que pintaban las mamás, fue reemplazada por Marilú (por ahí quedan algunas “vivientes”, que en sus mocedades, las madres como sinónimo de muñequita les pusieron Marilú – y así están) y quedaron para la historia del juguete, o en la repisa de alguna abuela cuidadosa que aún la tiene sentadita junto a su bebote de carey. El consumismo reemplazó a Marilú por la Barbie, con su costoso vestuario y accesorios, los patines por los rollers, la bicicleta por las todoterreno.
Los deportes se fueron sumando con éxitos dispares, al fútbol de Titonel y Alberti o Salomón que las oficiaban de bacs, de Rodolfi centrojá, de Lángara centrofobal, les fui perdiendo sus posiciones, sólo sé que el hombrecito que está debajo de los tres palos se llama arquero, quiero que alguien me diga que es el stopper. El boxeo sigue igual, el mismo lenguaje: cros, apercat, hubo campeones nacionales y mundiales como Pascual Pérez, Carlos Monzón y sigue la serie. El ciclismo continúa su pedaleo; en nuestros pagos, hubo carreras en rutas donde participaron figuras nacionales: Sevillano, Bertola y otros, en la Vuelta del Norte – en varias etapas - La doble Jujuy, La Cafayateña, o en las 12 horas a la Americana, en una pista ya desaparecida, o la Clásica 1º de mayo que a través de los años, ya está en el calendario internacional. Al Basquet lo recuerdo con el campeonato donde un Señor Furlong fue figura destacada, hoy veo que sigue en ascenso. Al Rugby no le presté mucha atención, sólo sé que existen Los Pumas, lo mismo que al softbol, béisbol, hockey, polo, bochas o natación, que perdió su waterpolo, una especie de básquet acuático con arquero. De mi adolescencia recuerdo con gran emoción, aquella carrera de autos en ruta: la Buenos Aires- Caracas. Partían de la Capital Federal a la cero hora y llegaban a nuestra ciudad pasado el mediodía, por caminos polvorientos y en autos preparados por habilidosos mecánicos argentinos. Esta competencia paralizaba la actividad salteña, mis coterráneos con “la oreja” pegada a la radio del “ojo mágico” y con el relato de Luis Elías Sojit seguían a los punteros, que al llegar a localidades cercanas a la ciudad nos llevaron a tomar ubicación en “el portezuelo” -la entrada a Salta- y ver pasar a Fangio, los hermanos Gálvez, Marimón, y hasta un “pollo” salteño el Doctor Mesples. Suponíamos que eran ellos, porque el barro y el polvo cubrían los autos. Descansaban en Salta, primera etapa, hoteles y talleres se llenaban de curiosos por ver a los ídolos. Luego, seguirían a La Paz -Bolivia- pasando por Jujuy. Nuevamente los salteños amontonados en la madrugada de la partida. Partieron y nunca más se repitió esta carrera. Poco a poco aquellas simpáticas “cupecitas” desaparecieron de las rutas argentinas y las carreras se trasladaron a las improvisadas pistas, circuitos callejeros, la de Retiro, Mar del Plata, o la del Parque Independencia en Rosario. Es aquí, cuando llegan los “monstruos” del automovilismo europeo: Luigi Villoresi, Aquile Varsi, Giuseppe Farina, y aparecen en escena aquellos intrépidos de las rutas argentinas, Fangio, Gálvez, González y terminando este siglo Reuteman. Y voy dejando lo poco que memorizo de deportes para cerrar con aquella Telefoto que publicaron la tapa de los diarios con la figura de Delfo Cabrera, ganador de la Maratón en las Olimpíadas de Londres.
Desde aquella histórica telefoto, el mundo se nos acerca rápidamente, hasta llegar a la TV de nuestros días, y comenzamos a incorporar una catarata de palabras raras : windo, maus, escáner, bafle, ecualizador, longpley, compac, casette, etcétera. La electrónica también nos trajo adelantos muy importantes para la ciencia y las comunicaciones: electrocardiograma, densitometría, tomografía, ecografía y muchas “grafías “ más.
Hablando de vehículos motorizados, recordaba mis viajes a Tucumán en aquellos ómnibus que llevaban el equipaje en el techo y lo cubrían con lona por la dudas lloviera, y pasamos al bus cama, el leyton; la vuatiré pasó a ser cupé, apareció el yip, la 4 x 4, el unimoc, y al viejo y querido tranvía, lo reemplazó el troleybus. Hoy si queremos viajar en el tranvía iremos a Puerto Madero, pero no será igual al que me transportaba en Tucumán con sus asientos de tablas. El tren fue otro “difunto” en esta zona y quedan rieles cubiertos de yuyos, y postes de aquel viejo telégrafo que el jefe usaba para transmitir el paso del convoy. Aquel ferroviario hoy estará jugando con sus nietos, con el tiqui – tiqui – taca del alfabeto morse, y el telegrafista del correo ya no enviará “los telegramas de lujo” para el casamiento de pariente o felicitando en el cumpleaños al amigo. Con aquel tren se fue también el cochemotor que era una “oruga metálica plateada” en que viajaban, estudiantes y maestros a los pueblos vecinos. En la década del cuarenta, nuestros comprovincianos ya utilizaban el avión comercial, una línea aérea que se llamaba Panagra, que iba hasta Lima, y nuevamente otras palabras se incorporaron a nuestro lenguaje: azafata, bisness clas, catering. Los viajes en barco quedaron para los pudientes o para aquellos que retornaban a visitar a sus parientes en Europa, los de tierra adentro recordamos a esos enormes paquebotes en las películas. El apuro nos llevó al boing, al yumbo o al veloz avión francés ya desaparecido.
El fiao del almacenero, en la libreta de tapa de hule negro, quedó de lado cuando se empezó a hablar de cuenta corriente, tarjeta de crédito y débito. Del ventilador de techo – al que volvimos – pasamos al aire acondicionado, “del maestro panadero” al horno rotativo, del teléfono con manija, al celular. Viper, radiollamada, fax, se fueron sumando para comunicarnos hasta que llegó el mail, y el tiempo se llevó el telegrama y a la operadora que nos daba línea para larga distancia .La onda corta y larga partieron al llegar el satélite y la AM y FM. Ahora lo grande es mega y lo chico es mini, lo muy grande hiper y el mercado es market o shopping. El viejo cabaret quedó en la penumbra, con sus gorditas de descoloridos trajes brillosos, rotas lentejuelas y mostacillas, sus traposas portaligas y “corridas” medias negras, es que surgió la competencia, primero fue la buat que en poco tiempo se convirtió en la disco y terminó en boliche.
Aquel señor tan distinguido, luciendo su siempre bien planchado traje oscuro y sobretodo en días de invierno, que alternaba con otro abrigo que llamaban perramus, lo fue llevando el tiempo, hoy parece volver, sobre todo en los funcionarios, letrados o gerentes. Pero fueron abandonando el sombrero que debía estar a tono con el traje. Al llegar el verano, el traje blanco de hilo debía ser acompañado por el sombrero de Panamá o el “rancho y paja”. A estos señores los calificaban como gentleman. El atuendo no terminaba en el traje y el sombrero, se sumaban anchos tiradores, y ligas para sujetar las medias hasta que llegó el strich, camisas con endurecidos cuellos y puños acartonados por el almidón permitían al doble ojal lucir gemelos con iniciales del portador. A veces, al pasar por una céntrica esquina de mi Salta querida, imagino al sastre que estaba sentadito en la puerta de su negocio, la cinta métrica envolviendo su cuello, en uno de sus brazos una almohadilla cubierta de alfileres, y sobre sus piernas una prenda llena de hilvanes, con la compañía de aquella figura descabezada y sin brazos que llamaban “manequín”. Estos artesanos de las prendas masculinas, fueron desapareciendo con la industria del vestido. De política mejor no hablar, dejo para los entendidos y los historiadores este capítulo.
Ya la tarde se fue y dos raros animalitos, huéspedes del Zoológico, por su curiosidad, me hicieron compañía y partieron a su cucha (parecen liebres, pero no lo son). Despidiéndome de estos raros bichos que caminan, vi pasar a jóvenes de este siglo que se va, y no le temen al peligro, montados en este artefacto de dos ruedas que le llaman enduro, mientras veloces conductores presurosos por despedir al año, buscan llegar a sus hogares.
Estaba anocheciendo, e iba dejando la improvisada platea y un año más . Los niños de esta década, pronto serán del siglo pasado y si “duramos” seré del pasado siglo.
Como salteño que soy, mientras caminaba por Libertador, emprendí el regreso al hogar, a ratos tarareando y a ratos silbando aquella zamba que escribiera Jaime Dávalos: “Busco al fondo de la calle un cerro pero encuentro un cielo y nada más...”
JOSÉ ANTONIO GUTIERREZ (Salta)
Hola José! Que lindo lo que has escrito. Yo soy porteño, pero me he sentido así una vez que tuve que estar parando por distintos hoteles en ixtapa por trabajo. Por suerte ya estoy en casa. Saludos!
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