Enviado por: José Antonio Gutiérrez (Salta)
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Pienso, sin temor a equivocarme, que ha medida que nos acercábamos al término de la secundaria, comenzábamos a saborear “el día de la independencia familiar”, que en realidad no era tan así, porque los padres se hacían cruces para poder solventar al futuro profesional. Ese día, la mayoría del estudiantado salteño partía hacia La Docta, que era famosa por su barrio del Clínica. Otros se iban a Rosario y unos pocos, a Buenos Aires o la Plata. Otros cuantos viajaban a Tucumán. La mayoría de estos lo hacía por la empresa La Feroz del Norte, contaban los allegados al gran poeta salteño Don Juan Carlos Dávalos, vecino de esta empresa que salía a hora muy temprana.
Y llegaba el día de la partida, gran alboroto en el barrio, despedidas de amigos, tíos, parientes y alguno que arrimaba unos pesitos para el viaje. Los papás se encargaban de despachar el equipaje del ‘nene’: colchoncito de estopa y de una plaza, roperito y algún destartalado mueble viejo que sobraba en la casa y que de paso se sacaban de encima, con la excusa de que a lo mejor lo necesitaba en su nuevo domicilio. Domicilio que era la casa que venía alquilando el hijo de un amigo, del amigo del papá...
Luego, el viejo o el hermano mayor se encargaban de acomodar la valija. Sin tener sin tener mucha experiencia en viajes (posiblemente sólo la luna de miel), a su cargo estaba acomodar la ropa bien almidonada, que la madre había planchado el día anterior. No podía faltar un botón y, si las medias tenían la punta rota, una de las hermanas prolijamente las zurcía, con la ayuda de un mate dentro del calcetín. Así, se preparaba la valija, generalmente de cartón marrón con flejes de madera, que con el tiempo se iban perdiendo, pero que seguía vigente por años atada con un cinturón o con una soga que también se usaba para colgar las perchas. Mientras tanto, el futuro universitario se iba despidiendo.
Algún familiar se encargaba de identificar el bulto: grandes rótulos con letra de imprenta llevaban el nombre del viajero y su destino. El pegamento casero era engrudo de harina. A hora temprana el día de la despedida, otro familiar comedido partía a la estación, su misión era la de acomodar la valija en el portaequipajes, despachar la cama turca y el roperito, y quedarse sentadito para reservar el asiento y cuidar la valija.
Rumbo a la estación del ferrocarril, nuevamente las caras conocidas aparecían para decir ‘chau’, ‘buen viaje’, ‘hasta la vuelta’, ‘felicidades’ y algún afrancesado amigo que decía ‘bon voayage’. Tampoco podían faltar los galancitos acompañados por el filito, que con voz entrecortada, lagrimitas y moquitos, susurraba ‘ni bien llegues, no te olvides de escribir’. A su vez, los papis repetían ‘hacé un telegrama de cómo has llegao’.
Aquel día, en el andén lleno, se mezclaban viajeros de todo pelaje. “Los pudientes” viajaban en camarote; “los mediopelo”, en primera clase, y “los rascas”, en las tablas de la segunda. Generalmente, coincidían esos viajes de estudiantes universitarios, con los de cadetes de institutos militares, que se paseaban como pavos reales con sus relucientes y coloridos uniformes, haciendo a menos a los futuros doctores o ingenieros. Es de imaginar que las noviecitas harían comparaciones odiosas de lo que les tocó en suerte y de los uniformados. A estos los podríamos incluir entre “los pudientes”. Lo que siempre fue un misterio es dónde se ubicaba “la rama femenina”. Se las contaba con los dedos de la mano a las corajudas. Las madres de aquella época las preferían maestras. Por deducción, entraban en el grupo de los “camaroteros”. Quiero pensar que llevaban un rosario en la mano y recordaban el consejo de mamá: “nada de conversar con gente extraña”.
“Los pudientes” llegaban a la estación casi a la hora de partir y solicitaban los servicios de los changarines o mozos de cordel (no sé porque les llamarían así). Con estos pasajeros llegaban las valijas paquetonas de cuero, elegantes bolsos, cajas cilíndricas con sombrero (porta sombreros). Este grupo, al llegar a Chachapoyas, estación a pocos kilómetros de la ciudad, pasaban al comedor a cenar, porque quedaba bien comer al iniciar el viaje. En cuanto a la comida, no debemos olvidar los canastos que llevaban la viandita con el tintito, que se reponía en el trayecto, al detenerse el tren en algún pueblo. Paquetes con el morfe que preparaban en la casa inundaban con la fragancia del aceite los vagones: eran las clásicas milanesas. El menú de los viajeros se completaba con aquellos pollos a los que les adornaban las patas con una rodaja de tomate, otra de pimiento, una hoja de lechuga en el hueco que queda al sacar el cogote y alrededor, unos cuantos huevos duros, que por supuesto conservaban la cáscara y que golpeándolos en el borde de la ventanilla “los pelábamos”. Por lo general, el pollo era el regalo que hacia el vecino, y que aún conservaba restos de plumas que no se quemaron, al flamearlos con la llama de un papel de diario.
Ya en la hora de la partida, a las veintiuna ó veintidós (lo digo con palabras porque los ferroviarios eran los únicos que a las horas de la tarde las llamaron así), “Los Cancheros”, que eran estudiantes universitarios avanzados, observaban desde el andén, tirando bocanadas de humo y con aire sobrador a “los imberbes” que ya estaban sentaditos. Y llegaba “la tercer campanada” por un señor uniformado y de gorra, que anunciaba la marcha del convoy. Enseguida, con un hiriente pitazo y su brazo derecho en alto como un referí de fútbol, le indicaba al maquinista su salida, con esta multitud de viajeros nocturnos. Con el tren en marcha, recién subían “los cancheros”, mientras que “los imberbes”, con medio cuerpo afuera, trataban de consolar a su adolescente colegial, que seguía trotando junto al tren. Tomaditos de la mano, llegaba el intercambio de fotitos de carné con el clásico “no me olvides” y “ tuya para siempre”. Llorando y suspirando, quedaba paradita al llegar al paso nivel.
Era época de cantores y guitarreros (Chalchaleros y Fronterizos), de modo que no podía faltar la viola, ni la zamba de Anta mi tierra arisca o la Marrupeña, cantando en coro “somos los artilleros que a la par del cañón...” o “lloraré, lloraré...”. Estaban también los habilidosos de la armónica, porque no era cosa de no tener música en el viaje. Todo este espectáculo tenía por escenario los coches de segunda, con brindis y gárgaras para los cantores.
Lagrimones, pañuelos al aire, brazos agitados, besos soplados con la mano abierta y los padres orgullosos al despedir al futuro profesional. Todo eso era la despedida.
Publicado en Mayo 30, 2007 3:24 PM en Pueblo a Pueblo de El Clarín. http://weblogs.clarin.com/puebloapueblo/
Y reenviado por el autor a SALTA, Nuestra Cultura en Diciembre 8, 2009
JOSE ANTONIO GUTIERREZ
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