Aquellos ómnibus transportaban -a lo largo del techo- camas, roperitos, colchones, cajones con gallinas y hasta chivitos o lechones vivos. En la céntrica esquina salteña, Zuviría y “bulevar” Belgrano (en ese tiempo, los salteños llamaban bulevar a las avenidas), estaba don José, detrás de un largo mostrador, mojando con su lengua la punta de un "lápiz de tinta” que siempre apoyaba en una oreja, anotando en una libreta de tapas de hule negro lo que el cliente pedía “al fiao”. Aquella libreta era, guardando las distancias, lo que ahora llaman tarjeta de crédito o de débito.
Pensaba en aquellas medidas de un cuarto, medio y de un litro, para medir el vino suelto. Hoy, lo rotulan como “vino de la casa”. Con maestría, don José, apoyaba la damajuana sobre el muslo de una de sus piernas y con una sola mano sujetaba el cogote de la damajuana y la manija de la medida, que eran unos jarros cilíndricos enlozados de color blanco, algunos ya descascarados por el uso. También estaban los de hojalata, destinados al aceite o el kerosén.
Si la venta era de grasa, manteca o queso, la mercadería se envolvía en papel manteca y con papel de “estraza” le ponían una segunda envoltura. Con el de estraza envolvían los “diez de yerba”, de azúcar y de arroz frangollo (maíz triturado para hacer una comida típica del norte).
En la venta “al menudeo” el vendedor demostraba su habilidad para envasar. Colocaba la mercadería en el papel y le hacía un doblez. Luego, con las dos manos, tomaba los ángulos y con “una voltereta” cerraba el paquetito que quedaba como una especie de empanada. A los fideos los tomaba con la mano. Dos o tres “puñaos” servían para los diez centavos. Con un último “puñao” agregaba por goteo hasta equilibrar la balanza de dos platos. En uno de ellos estaban las pesas.
Los envases de azúcar o de yerba eran de muy buena arpillera, que luego servía para que las docentes de Trabajos Manuales, en la Escuela Primaria, enseñaran a construir los asientos de los banquitos con patas cruzadas. Las de yerba eran bolsas cilíndricas, cerradas en sus extremos, con tapas circulares de madera. Las tapas se clavaban sobre tres palos de escoba. Con ellas, las amas de casa inventaban porta masetas.
La variedad de fiambres era reducida: mortadela, salame, chorizos, morcilla y las dos clases de queso -el de rallar y el blando-. También vendían un fiambre muy artesanal que llaman queso de chancho. En frascos de vidrio de boca ancha y tapa de madera estaban los picles, los ajíes y las aceitunas. Los almacenes más surtidos ofrecían anchoas saladas, que eran envasadas en su país de origen y en latas cilíndricas. Tampoco podían faltar el carbón, las papas y los huevos, que algún vecino vendía de su producción casera o hacía trueque por una jarrita de “garnacha”. El pan era otro artículo del viejo almacén. Alternaban el francés en tiras, y el alemán (era regordete como la quilla de un barco y “migudo”), junto con los bollitos caseros y las tortillas artesanales. Productos del horno de barro, alimentado a leña que había en el fondo de la casa y amasados por la señora. El reparto del pan lo hacían en jardineras con tracción a sangre, que con el tiempo fueron reemplazadas por vehículos motorizas.
La leche de vaca se vendía en botellas que se distinguían por tener boca ancha y una tapa de cartón ancerado. En aquella época, la vendían en la calle; directamente del animal al consumidor. La leche de burra decían que tenía propiedades curativas para la tos convulsa. Hoy sería “con prescripción médica y receta archivada”.
En cuanto a las bebidas, el listado no era extenso: el clásico tinto y el blanco, el moscatel y el monterrico (que los de Avellaneda le llaman vino de la Costa). Lo vendían suelto o en damajuanas de cinco o diez litros, o “al copeo”. Sin temor a equivocarme, los vinos eran de producción salteña. Por ese entonces, para calentar el cuerpo estaba la ginebra, y el fernet era para asentar la comida. Unos traguitos de hesperidina mejoraban la circulación. Hablar de whisky o de champán era para las altas esferas: no eran artículos de almacén. Entonces, llegaban las fiestas de fin de año y el viejo almacén se alhajaba con las botellas verdosas de cogote dorado. El Cognac y la Cerveza tampoco podían faltar en el boliche: la negra, la blanca y la cerveza malta para alguna vecina de parto reciente.
El almacenero era quien sacaba del apuro al vecino (con la soda, el vino, el quesito, el salame y los picles) cuando llegaban visitas inesperadas. Cuando había almuerzo, queso y dulce de batata. Y cuando el almacén estaba cerrado, don José atendía echando espuma por la boca, pero no dejaba de atender.
Los productos de limpieza eran encabezados por el pan de jabón para lavar la ropa. Alguna vez trajo una llave de premio para una casa. Lo seguían: la escoba de cuatro o cinco hilos, la bolsita de azul para blanquear la ropa “percudida” y la fenelina para los baños. Los condimentos eran los clásicos: pimentón, comino y una latitas amarillas del tamaño de un dedal, que contenían el azafrán español para el ama de casa que preparaba “arroz a la valenciana".
Pasaron los años y el viejo almacenero, aquel que a los niños les daba de yapa un caramelo, se fue perdiendo con el supermercadismo. Sin embargo, quedó en el recuerdo de aquellos niños del treinta o del cuarenta, que acompañaban a la madre y esperaban el gesto que les endulzaba la vida.
por José Antonio Gutierrez
E-mail: Jagutierrez02@yahoo.com.ar
Provincia de Salta
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