En un diario "El Intransigente" de noviembre de 1940 se publica este hermoso artículo que bien vale la pena compartir con los lectores...
Por Manuel J. Castilla
El "Pato" Amador se encargó de despertar a todos los muchachos que habíamos planeado la noche anterior la excursión a Buena Vista. Serían las 5 de la mañana cuando aquél apostado en la esquina, me hizo saltar de la cama con tres agudos silbidos. Este esperaba, protestando por la demora con los ojos achicados por el sueño. Fuimos hasta su casa donde nos aviamos con sendos tarros y partimos en dirección a los cuarteles. Ya se habían unido a nosotros Manuel y Roberto Arias, Ernesto Amador y Humberto Matorras. Todavía las luces de la ciudad estaban encendidas y bajo las estrellas, iniciamos la marcha, con la esperanza de volver al mediodía con los tarros llenos de moras blancas y negras. Era la excursión de los domingos. Cadas semana se unía un muchacho más y allá íbamos en el amanecer, despertando la furia de los vecinos y de los perros con el ruido de nuestros tarros que a guisa de tambor, hacía trizas el silencio de la hora.
En un almacencito de extramuros que no había cerrado sus puertas en toda la noche, a juzgar por los parroquianos que había en él, compramos pan y unas latas de conservas y, traspuestos los primeros alambrados de los cuarteles, seguimos el camino que habría de conducirnos a la andiada meta. El Campo de Castañares, con sus pequeños arbustos, plano y desolado, se ofrecía a nuestra vista en toda su amplitud. Hacia el norte, las miradas chocaban con el bulto oscuro de las sierras de Vasqueros y Lesser; al oeste apenas si levantaban sus lomos las lomas de Medeiro. La sugestión del paisaje a esa hora nos eran indiferentes. Sólo nos preocupaba llegar pronto. Ni que hubiéramos nacido andarines. No descansábamos ni un momento.
Una media docena de muchachos a cual más despeinados, vestidos livianamente, desarrapados casi, componía la caravana. Manuel Arias era el más gracioso de todos, pues sus ocurrencias no tenían parangón entre los chicos del barrio. Esa mañana, a medida que avanzábamos, su charla y sus chistes requerían nuestra aguda atención y explotábamos a cada rato en carcajadas a coro. Sus cuentos polarizaban nuestro interés. Y así marchábamos. Todos hablábamos, menos Ernesto Amador. Este, callado, prefería gozar adelantándose del resto con un tarro en cada brazo y un enorme canasto en la mano. Matorras entonaba alguna canción de moda y saltaba como un loco, de un lado para otro. Se acompañaba con el ruido de un tarro y nos hacía reir de buena gana. El "Pato" se complacía en narrar cosas extraordinarias y era ver su gozo cuando se las creian. Luego nos decía que todo lo que había expresado eran puras inventivas y, como en la vieja fábula del pastor mentiroso, aumentaba su alegría. Roberto Arias, se constituía esa mañana en el terror de los pajaritos a los que enviaba hondazos a diestra y siniestra.
Habíamos traspasado el cauce seco de un arroyo cuando divisamos a unos doscientos metros las viejas y enormes moreras de Buena Vista. Llegamos. Tras convenir una hora determinada para devorar las conservas, nos dispersamos cada uno por un lado a ubicar el árbol propicio. Anduvimos dos horas y media lastimándonos las piernas y las manos, trepando de árbol en árbol. Por ahí uno gritó el hallazgo de una morera cargada de frutos y como una bandada de pájaros hambrientos, caímos sobre ella. Dos se treparon a las ramas y comenzaron a sacurdirlas furiosamente. Era mucho trabajo juntar las moras una por una. Nos conformábamos con alzarlas del suelo con tierra y todo. Lo importante era llenar los tarros, luego comeríamos. Más tarde sorprendimos a tres conscriptos que, desde los caballos que montaban, cogían las moras indiferentes, mudos, sin prisa. Pronto concluimos la tarea. Tras saltar como cabras toda la mañana y de gritar desaforadamente porque si, para aturdirnos, nosotros mismos, emprendimos el regreso.
Ya el sol casi estaba sobre nuestras cabezas. En el retorno la carga se nos había hecho pesada. Loqueamos tanto el amanecer que ya a ninguno le quedaban ganas siquiera de reir. Empero cada cual trenía en el fondo de su alma la satisfacción provocada por la buena cosecha. ¿Qué importaba el cansancio si, después de todo, habíamos de sentarnos a almorzar y comeríamos de postre las moras con vino y azúcar? ¿Qué podía importar la fatiga si pronto despertaríamos la envidia de los demás niños del barrio de nuestra preciosa carga de frutas? Qué podía importar ello si en llegando a la ciudad habríamos de mezquinar las moras que, sin duda, nos solicitarían en venta las dueñas de casa y de ese modo gozaríamos al ver que se reconocía nuestro esfuerzo? Cansados, con los labios amoratados, marchando paso a paso, el retorno nos parecía eterno. Roberto Arias a cada rato se sentaba a descansar y a pesar de tener una sed devoradora, no quería apagarla comiendo algunas moras. La carga tenía que llegar intacta.
Habíamos andado cuatro kilómetros a lo sumo, cuando en sentido contrario al nuestro vimos avanzar un automóvil. Su presencia inmediatamente despertó sospechas e instintivamente comenzamos a dispersarnos. Como un arayo cruzó por nuestras mentes un pensamiento: estábamos frente al administrador de Buena Vista, que se había hecho célebre por sus persecusiones a los muchachos que hurtaban las moras de las fincas. Se detuvo el auto y saltó de su interior un hombre, alto, corpudo, revolver en mano y con el rostro descongestionado por la ira. Nos lanzó un grito tremendo y apuntó con su revolver. Temblábamos de pavor. Nos imaginábamos que nos llevarían muertos a nuestras casas. No podíamos movernos, ni articular palabra. Nos ordenó dejáramos nuestros tarros en el suelo, mientras los retos nos amedrentaban más aún. Obedecimos inmediatamente. El hombre, furioso, vomitando malas palabras, cogió uno por uno los tarros y esparció las moras por la tierra.Insistió en sus amenazas y tras ordenarnos siguiéramos andando, subió al auto que se fue dejando una nube de polvo. Manuel Arias quería llorar. Todos estábamos alelados. Ernesto Amador se quedó mirando su canasto vacío por largo rato. El "Pato" no quiso conformarse con el despojo y para aplacar su ira y su sed de venganza, le pidió a Roberto la honda para apedrear al auto que era un punto negro en la distancia. Todo el fruto de un esuerzo de horas estaba en el suelo, inutilizado. Sucios, hambrientos, con el dolor y la pena mordiéndonos el alma, reemprendimos el regreso. Bajo el ardiente sol del mediodía, por el camino polvoriento, éramos una caravana de derrotados que iba hacia la muerte...
Hasta aquí el pintoresco artículo de Manuel J. Castilla que deja sentado dos cosas, que las primeras moras fueron plantadas en Buena Vista, en los campos militares y, segundo, que estaba prohibido sacar sus frutos del lugar. Claro que en realidad se trataba de la primera plantación de moras en Salta para el cultuvo del gusano y la producción (casi artesanal) de la seda. La Mora fue traída en la segunda decena del siglo XX para la producción regional de la seda, empresa que no obtuvo buenos resultados por lo que en la actualidad, este árbol tan mesquinado por sus propietarios de entonces, crece y se desarrolla en cualquier baldío y jardin de nuestra ciudad y las moras siguen siendo al deleite de niños, jóvenes y grandes.
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