viernes, 22 de enero de 2010

DIABLO COLUDO, PATA DE ENGRUDO

por JOSÉ ANTONIO GUTIÉRREZ
E-mail: jagutierrez02@yahoo.com.ar

Cuando niño, la diversión en carnaval era gritar al diablo de la comparsa: “Diablo coludo, pata de engrudo”. Entonces, el personaje tomando su larga cola nos intentaba golpear, pero nunca lo hacía. Podría afirmar que aquellos carnavales de los años cuarenta se repetieron casi sin variantes hasta los setenta. Quizás hubo algún cambio, como relataban mis padres que recordaban los “corsos de flores”, donde se intercambiaban flores entre los paseantes en carrozas y los espectadores. Eran unos románticos, posiblemente sería el inicio de un noviazgo.

Nací y crecí en una barrio de la ciudad de Salta, donde el carnaval estaba agendado como parte del quehacer anual. Terminaban los festejos de fin de año y comenzaban los ensayos de una “murga barrial” en una cancha de fútbol cercana a mi casa. Llegaba la noche y los vecinos concurrían a cómo los fiesteros ensayaban sus cantos. Al sonar de tambores, marchaban a “paso redoblado” alternando su canto con el sonar de estridentes pitazos. Año a año renovaban su indumentaria y, por supuesto, la murga cambiaba su nombre, que se inscribía en un estandarte que encabezaba la agrupación. De las que yo recuerde: Los soldaditos Flit, “logo” de un insecticida, tipo granadero. Desfilaban en los corsos, que tenían por escenario la plaza principal, con recorrido en U, y en doble mano, ida y vuelta. No estaba permitido que las noches de corso se transitara frente a la Iglesia Catedral, y de la residencia del Señor Arzobispo.




En otro carnaval, la murga del barrio se llamaba “Los Habitantes de Marte”, inspirados en aquellos personajes de la serie de Flash Gordon. Llevaban un casco como los soldados romanos, ropa de color verde con capa del mismo color y, sobre su pecho y en los costados del pantalón, unos rayos hechos con madera terciada, colaboración de un carpintero vecino. Acompañando a la murga, no podía faltar el diablo, a veces negro, otras rojo. Por supuesto, también sumaban un payaso que se adelantaba haciendo piruetas. El personaje -esto me lo contaron alguna vez recordando fiestas carnavaleras- tenía un grueso bastón retorcido que él mismo había fabricado con un tronco de parra. Estos marchaban encabezando la agrupación, donde habilidosos músicos de la armónica tocaban delicadas melodías.

Las figuras de historietas y del cine de aquellos años, caminaban por los corsos salteños: Patoruzú, Upa, Pierrot, Piratas, Gitanas, Batman y Robin, y Zorros. Con el correr de los años, este último disfraz pasó de negro a un tono violeta grisáceo, pero qué importaba si debajo del disfraz continuaba el espíritu carnavalero de su dueño. También hubo un personaje que paseaba vestido de momia, envuelto con su vendaje blanco desde la cabeza a los pies, y que lentamente caminaba durante las horas de corso. Nunca se supo quién era. Otro famoso disfraz era el de “los quintillizos” que una “morruda niñera” empujaba en su cochecito. Eran bebotes de gorrita, pañales, escarpines, y peludos tórax y piernas, que tomaban su mamadera -según comentaban era anís con agua- y a ratos lloraban por la falta de líquido. Alternaban el paseo músicos de una banda de “mamarrachos” que soplando instrumentos de viento caminaban noche a noche. Eran de la banda del ejército.

Improvisadas carrozas, con hermosas niñas -algunas- adornadas con farolitos chinos y con hojas cruzadas de palmeras, arrojaban flores desde sus canastitas. "Los gatos" eran los que en número superaban a los demás disfrazados. Con una pequeña bolsita blanca anudada en dos de sus ángulos, tenían las orejas; dos agujeros, para los ojos, y un tercer orificio horizontal para la boca, a la que le pintaban largos bigotes. Otros se inclinaban por las medias de muselina para cubrir el rostro y ser irreconocibles. Lamentablemente a muchos de estos graciosos que cargaban haciendo bromas a los espectadores, llegaba un momento en que los llamaban por su nombre, porque a la media se le corrían los puntos y quedaban con la cara al descubierto “y yo sin saber”.



El elegante y aristocrático club social de Salta –el Club 20 de Febrero– tuvo su baile de gala en una noche donde se mezclaron con el corso, elegantes y distinguidas señoras, señoritas de vestidos largos, y señores con esos trajes negros de solapas brillosas. Al no poder llegar con sus vehículos hasta la sede, que estaba ubicada frente a la plaza, tuvieron que caminar entre la bulliciosa multitud. Fue en ese día en que se conmemora la batalla de Salta y “presentan en sociedad” a las señoritas.

También había comparsas de indios, que con saltos, cantos, toques de cajas y soplando pitos entraban al festejo del Dios Momo. En las horas de la tarde recorrían las calles salteñas y cantaban a los vecinos que les pedían. Después de cantar, un indiecito -el shulka- ponía sobre la vereda un anillo de carreteles de madera para que el vecino invitador depositara “su óbolo” que recogía agradeciendo “el cacique”. La comparsa tenía sus diablos, payasos y brujos. Serpentinas, papel picado, asustasuegras, y aquellos famosos pomos de plomo con agua perfumada, que llamaban “bellas porteñas” eran “el menú” para jugar entre la concurrencia.

Como al inicio, con bombas de estruendo, se anunciaba la finalización del corso y “nos decían” hasta mañana. Pero la “cosa” seguía en los bailes. Los jóvenes buscaban clubes, que prácticamente se poblaban con los de su edad, y los mayores en otros lugares. Voces aflautadas de los disfrazados o tiples de los mascaritas tomaban el pelo a “los no”. Pero llegaba el día de las grandes sorpresas, el entierro del carnaval, que titulaban bailes de “Mi careme”, donde aquella gitana que conocimos el primer día, toda misteriosa, suave, melodiosa y de manos enguantadas, quitaría su antifaz. A veces, quedabas boquiabierto, porque era una íntima amiga del barrio, a quien en los coqueteos del carnaval le habíamos “tirado con munición gruesa”: ¡Qué papelón! Otras, te dabas de golpes en la frente, porque todo el carnaval fuiste “el partenaire” de esa mujer sesentona que no perdió su espíritu carnavalero, y para ponerse a llorar cuando te encontrabas que “tus negras intenciones” con aquella escultural gitana, era gitano.



Época de esplendor para los músicos salteños y foráneos, como los Hawain Sereneiders o Washington Bertolin. Los diarios día a día publicaban la concurrencia y las recaudaciones de los bailes.

Las horas de la tarde tenían sus adherentes: jugar con agua tirando bombuchas o utilizando baldes, o la lechera. Barrios enteros se atrincheraban esperando mojar o ser mojados, porque existían “los mojadores viajeros” que desde la caja de un camión y un tanque de agua, tiraban lo con bombuchas y tarros con agua, mojaban y eran mojados.

Los años se fueron sumando y los bailes de carnaval desaparecieron, aquellos que a la hora de la siesta daban comienzo a la diversión y que dieron tema a poetas y músicos, como “La Cerrillana”, una carpa que se levantaba en un pueblo cercano a la ciudad. “Cómo olvidarte Cerrillos si por tu culpa tengo mujer” o “Carpas de La sileta, Campo Quijano y la Merced”. Largas caravanas de vehículos transitaban la ruta por los que concurrían y los que regresaban al atardecer. Agua, soda, cerveza, harina, talco, pintura de lápiz labial, todo servía para embadurnar.



Y me voy recordando “la murguita” que integramos en el barrio, con un aprendiz del acordeón a piano y una sola pieza en su repertorio: El vals de los recuerdos. Así ganamos la calle y en un atardecer del carnaval desde la puerta de un hotel céntrico nos llamó un señor para que interpretáramos esa pieza. Una vez terminada nos dio una muy buena propina: aquel señor era el autor de aquel vals. El otro integrante de la murguita era un primo vestido de pierrot, y con bigotes y patillas pintados con corcho quemado; el suscrito, con una guitarra de fabricación casera, una lata de aceite de cinco litros pegada a una tabla y “sus cuerdas” hechas con gomillas de una cámara de auto; “el abuelito”, con su barba blanca -un pedazo de cuero de oveja-, un saco de mi padre dado vuelta, y su sombrero, simulaban acompañamiento. Y voy terminando este recuerdo con una estrofa de una zamba de la Carpa de Don Jaime, que alguna vez funcionó a la vuelta de mi casa: “Agua y harina la mascarita lista para bailar y un cajón de cerveza sobre la mesa para empezar”.

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