martes, 5 de enero de 2010

VENDEDORES ERAN LOS DE ANTES

Por José Antonio Gutiérrez
E-mail: jagutierrez02@yahoo.com.ar

Los de la Salta de antes nada que ver con los actuales “ambulantes”, que se instalan en las angostas aceras salteñas para vender ropa, medias, CD, pochoclo (las palomitas de maíz), praliné, camisetas de fútbol, artículos de playa, anteojos para sol, perfumería, pan casero, o la minifarmacia, con callicidas, pomada “pal reuma” y peine fino para los piojos. Larga es la lista de productos que ofrecen al caminante .

Los del 30 o del 40 se diferencian de los actuales, porque recorrían las calles del Licenciado Don HERNANDO DE LERMA, su fundador, con otra mercadería. Trataré de recordarlos porque el tiempo los fue dejando en el recuerdo, además, los adelantos técnicos, fueron reemplazando la tracción a sangre (tanto equina como humana) por los vehículos motorizados quedando en algún galpón la jardinera o el sulky de aquel árabe que llevaba ropa, peines y “beinetas”. O el carrito que los hombres, otras veces las mujeres, empujaban para vender pomelos o sandías.

El simpático animalito de Belén, el burrito, llegaba a la ciudad desde los cerros, con su lomo cargado de leña, que el paisano trozaba y ofrecía en venta a los vecinos para la cocina, aquella negras que llamaban “económica”, para el bracero de tres patas, o “la patilla”, una especie de mesada que en algunas casas estaba en el patio para el asadito dominguero. Hoy, en las casas “coquetas” le llaman asador o parrilla.

Otras veces, el cargamento de la tropa de burros, era de choclos y zapallos, que el vendedor arriaba montado en su caballo, haciéndolo transitar por esta pequeña ciudad del 30 o del 40. El gas no lo conocían, se “venteaba” en “la boca” de los pozos petroleros, eliminándolo hacia la atmósfera.

Fruterías y verdulerías ya existían, pero resistiendo a la competencia quedaban “las arganeras” criollas de campos cercanos a la ciudad, que sentadas en su caballo, al mejor estilo de las amazonas de la Cacería del Zorro, colgando sus piernas de un solo lado sobre una montura o silla femenina, que tiene en la parte delantera un soporte vertical de más o menos 20 centímetros, donde la arganera colocaba a modo de gancho su pierna derecha. Dos grandes cestos, posiblemente de mimbre, iban colocados atrás de la montura . En estos recipientes, llamados árganas, transportaban la fruta, que por lo general eran duraznos de sus pequeñas quintas. Pasada la temporada del durazno, alternaban con manzanas, peras o membrillos de la Quebrada de Escoipe, camino a Chile .Otras veces eran higos, de la higuera casera.

La arganera también ofrecía quesillos elaborados en su quintita, con leche ordeñada de sus vacas. Otro producto lácteo que vendía esa señora, eran los quesitos de leche de cabra. El quesillo es una especie de queso alargado en láminas de 30 ó 40 centímetros, y de 1 ó 2 de espesor. La venta la efectuaba envolviendo el producto en hojas verdes de una planta llamada achira, posiblemente para conservar su frescura. En tiempo de Cuaresma, la criolla vendedora ofrecía cuaresmillos, un duraznito pequeño que madura en esa época.


Un postre típico del norte argentino es el quesillo con cuaresmillo. En la “góndola ambulante” la simpática campesina sumaba a veces “las tunas” -los españoles le llaman higos de penca –, fruta de plantas de hojas carnosas y “espinudas”, de lugares áridos, y las quirusillas, otro fruto silvestre de sabor agridulce.

Sumaré a otro “ambulante” de aquellos tiempos, cuando Salta no llegaba a los 40.000 habitantes, en el año 36 ó 38 (hoy la ciudad está por encima de los 800.000): el vendedor de leche de burra. Caminando junto a su animal, ofrecía jarritos con leche para los niños con tos convulsa (este personaje tenía la burra atada). El ordeñe era “al toque”. El burrero se ponía en cuclillas –casi sentado – y apretando las tetas de la burra “abría la canilla”.

Llegaban los días de frío y aparecían en nuestras calles las negras maquinitas –tratando de imitar a las máquinas del tren- que estaban montadas sobre ruedas y eran empujadas por “el manisero”, que anunciaba su paso con agudos “pitazos”, producidos con el vapor de una pequeña caldera alimentada con carbón, que calentaba el depósito donde llevaba el maní con cáscara.

En el verano, el manisero cambiaba de oficio, para ser heladero. Dejaba la maquinita y empujaba un barquito. Un carrito con ruedas, que simulaba ser un barquito. Dentro del mismo, tres tachos metálicos trasportaban el artesanal helado. Cada recipiente con un sabor diferente. A fin de que el helado que elaboraban en su casa no se licuara, preparaban una mezcla refrigerante con hielo “machacado”. Trozaban las barras de hielo y mezclaban con sal gruesa. Con esta mezcla, rodeaban a los tachos. El heladero, en horas de la mañana, partía de su casa y se instalaba en alguna esquina sombreada de Salta. Ponían su banquito, cubría su cabeza con un sombrero y esperaba a su clientela. Los domingos, en cambio, se trasladaba a la puerta de los cines. El barquito tenía en sus extremos dos soportes que sostenían un techo adornado con pequeños botecitos. Estaban pintados con variados colores, como azul y amarillo, por supuesto le llamábamos Boca Juniors. Otro, con los colores patrios. El heladero, estaba siempre impecablemente vestido, de ropa blanca y delantal, como cirujano en el quirófano, anticipándose a la reglamentación del Código Alimentario. A la hora de la siesta, emprendía el regreso, siempre con el mismo recorrido, comunicando al vecindario su llegada con el “tu –tu –ru-tu” de una trompetita.

La gente de los barrios, grandes y chicos, esperaban al heladero para saborear aquellos “sanguchitos” que armaba con dos galletas crocantes y rectangulares, con inscripciones románticas y en verso, que ponían en un estuche metálico que tenía un vástago, que empujaba para abajo con un resorte. Colocaban primero una galleta en la base y llenaban el rectángulo, luego ponían la otra galleta encima y disparaban el resorte y listo el pollo. Además, vendían pequeños vasitos que para la época costarían cinco centavos.

Otro caminante de las calles de mi ciudad fue “el barquillero”, con su tubo cilíndrico, donde llevaba los cucuruchos, cuya tapa era una especie de ruleta, con los números que indicaban el premio equivalente a tantos barquillos.

En esos años, Salta tenía una planta de leche pasteurizada. Muchos comprovincianos ni conocerían el significado de “pasteurizada”, pero así la pedían. Se distribuía en simpáticos carros lecheros, pero todavía quedaban los de profesión “Lechero”, que compraban directamente el producto en los tambos, que existían a dos o tres kilómetros de la ciudad. El lechero transportaba su mercadería en tachos, que calculo serían cuatro o cinco y de 20 o 30 litros. Los llevaban en sus jardineras tiradas por caballos y, con una jarrita similar al de los almaceneros para medir el vino, vendían la cantidad solicitada y casi siempre volvían el recipiente al tacho para agregar “la yapa”. Tenían su clientela y, por supuesto, su circuito. Las amas de casa, calculando la hora de llegada, lo esperaban “lechera” en mano, aquel recipiente marrón o verde enlozado, que tenía una tapa con agujeros para evitar que al hervir, rebalse y ensucie la hornalla o apague el fuego del brasero. En la espera, las amas de casa aprovechaban para ponerse al día con el último chisme del barrio.

Para terminar con los ambulantes de aquellos años, citaré a los pintorescos “hindúes” como les llamaban los salteños. Según un artículo publicado en Pueblo a Pueblo, en la ciudad de Rosario de la Frontera, está la mayor población de Hindúes. Con sus largas barbas, sus cabezas cubiertas con un turbante blanco enrollado en espiral y un largo guardapolvo, que con el correr de los años fue perdiendo su blancura, su especialidad eran las frutas. A estos fruteros se los podía ver en las calles empujando las varas de un carro con ruedas, cargado con frutas variadas. Eran entendidos en financiar dando créditos, que anotaban en una libreta, mediante garabatos, que sólo ellos entendían. Llegado el fin de mes aquí aplicarían intereses.

Y como un homenaje, incluyo a los viejos ”canillitas” que a hora temprana esperaban la salida de los diarios, sentaditos en el cordón de la vereda del matutino. Invierno o verano, lloviera o tronara, así cayeran cuchillos de punta, corrían por las calles de esta norteña ciudad argentina gritando el título del diario El Intransigente o la Nueva Epoca, hasta que sus voces se apagaban a la distancia, en esos oscuros amaneceres salteños.

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