viernes, 30 de abril de 2010

LOS ÚLTIMOS SANTEROS

Por Jerónimo Delgado Pérez
Diario El Intransigente domingo 24 de noviembre de 1940.
Imagen de “Avelino” por Francisco Rey

¡Oh, Santo de afrecho
Que te falta hablar,
Quiera que no quiera
Me has hecho rezar!


El presente estribillo de una vieja cantiga popular nuestra, contiene, en su síntesis y en toda su sencillez emotiva, la fiel pintura del conjunto, de lo que fuera el arte de los santeros de quienes trataremos aquí, y en una de cuyas creaciones, a buen seguro, debió inspirarse la estrofa transcripta.

Sólo se menciona con frecuencia a dos de aquéllos. Pobres hombres que se llamaban Antenor el uno y el otro Avelino; tildándose frecuentemente a este último con el apodado de “El Opa”.

Su labor era, por cierto, de lo más rudimentaria y tosca que pueda darse, limitándose al tallado, -con preferencia en maderas de yuchán o de lapacho, por conceptuarlas más apropiadas,- que verificaban de las manos y rostros de las imágenes de sus santos, pues delegaban regularmente en otros, la hechura de la armazón del cuerpo en general, y el relleno de las extremidades, del tórax y abdomen, que se operaba mediante un embolsado y abundante amasijo de afrecho prensado, conforme el antedicho verso lo confirma.

Las efigies, minúsculas o gigantescas, que de tal guisa concluidas, no pasaban de ser cómicos adefesios, -para quienes con incomprensión de su valer real y, eruditamente, con criterio artístico las juzgasen,- que pudieron carecer de toda aceptación en un medio ya de vasta cultura como lo era el de la Salta de entonces.

Pero sabemos que ocurría todo lo contrario, pues sabemos que era tal la demanda de las susodichas producciones y eran tantos, sus admiradores, anhelosos de adquirirlas, que los imagineros “se hacían astillas” –según la intencionada expresión de quien nos lo relató- para cumplir con los premiosos encargos e irrecusables compromisos contraídos.

Y es así como dificulto que haya vieja familia de Salta que no conserve en su poder, sino varios por lo menos algún ejemplar de aquella ingenua estatuaria, dispensándoles aun hoy en día, el más singular aprecio y extremada estima; si bien es cierto que menos en lo que concierne a su valor artístico, que en cuanto al gran significado se le atribuye, -de alto orden afectivo y sentimental,- al considerárseles condicionando algo así como relictas supervivencias objetivas de la mística veneración familiar de nuestros mayores.

Y es que éstos, -cual podríamos también nosotros, si quisiésemos ser justos,- develaron a través de esos primerizos y burdos engendros, un sustancial “quid divinum” recóndito del verdadero arte, la quintaesenciada fe religiosa que las anima, y el augusto hálito de arrobada alteza de espíritu que les da vida.

Factores suprasensibles que al rebasar los lindes de la forma objetiva que plasmara la mano indecisa de aquellos humildes artífices de marras, en mil casos realizaron el prodigio preconizado en la misma estrofa del acápite, de encender o avivar la creencia religiosa del alma y de prosternarla “vellis nollis”, quiera o no, en el supremo gesto mental de La Plegaria.

* * *

Particularizándonos un tanto en el caso del santero Avelino, cuya clásica estampa reproduce la ilustración, narraremos brevemente un episodio anecdótico de su vida, el que a más de pintarlo de cuerpo entero, viene a corroborar en buena parte el pasmoso caso de entelequia mística que afirmásemos caracterizaba a la primitiva y extinguida escuela de escultura sacra lugareña, a la cual el nombrado perteneciera y de la que viniese a ser el más conspicuo portaestandarte.

Asegúrase que ya en plena decadencia de su ejecutoria, llegado a la vejez, y bajo un exacerbado impulso de su fervor proselitista, amalgamado esta vez con una dosis aunque noble de egoísmo, con el propósito de así,, prevaleciéndose de su jerarquía, poder colmar su anhelo de ver encaramadas en los altares aun las postreras efigies de su invento, -cuantimás alumbradas y veneradas que las otras,- consiguió que se lo designase para desempeñar, en la Capilla de la Cárcel Penitenciaria, la función de “Sacristán Mayor”.

Y se añade que no satisfecho de obtener su intento por el medio citado, alguna vez se lo sorprendió en la Capilla a su cargo, excediéndose por cierto en sus atribuciones, como, rodeado de un nutrido y compungido auditorio carcelario, enarbolaba uno de los “agnusdeis” de su piadosa fábrica, mientras con voz carrasposa y conmovida y los ojos anegados en llanto, exhortaba a los reclusos con unción increíble a la penitencia y arrepentimiento.

Después de la ocurrencia que obtuvo su publicidad. Avelino se envanecía a menudo en dondequiera, asignándose como el más alto timbre de gloria de su vida, el haber sido él, y no otro alguno, quien hubo redimido las almas de los “endiablados ateos” aquellos de la Cárcel de Salta.

Con la desaparición de Fructuoso, de Avelino y de Antenor, -análogamente al casi de todo lo viejo, genuino y tradicional del terruño, arrastrado hacia el olvido y para siempre por la avalancha desvastante del progreso, emprendió su éxodo el gremio de que formaran parte aquellos hombres tan de nuestro pasado; los efectos de cuya obra de de superiorización concitativa, según alguien lo aseverase, no fueron capaces de lograr a lo mejor y en su relativo plano, no pocas de las más decantadas cuanto prodigiosas creaciones de su colega europeo, el maestro Martínez Montañez de Sevilla.

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